Cuatrocientas palabras
Trescientas noventa y ocho, trescientas noventa y nueve, cuatrocientas palabras. A quién diablos se le ocurre que un tipo como yo que a duras penas garrapatea en los obituarios pueda escribir un epitafio de cuatrocientas palabras. Solo un loco pide un epitafio tal largo para grabarlo sobre su propia lápida. ¿o sería que entendí mal y era un obituario? Qué me importa, con tal que me pague, ahí tiene su epitafio como me lo ha pedido, echando culpas a todos por su muerte. Es como si escribiera el mío. Y yo que ni escribir poemas puedo por tantos abandonos. Dicen que por esquelético con ojos de rana y oliente a esa humedad que penetra por la nariz como una mosca es que me han dejado las cuatro mujeres anteriores a Rosa. Que también ha intentado dejarme. Pero eso sí, ésta no me abandona. Antes muerto. Me corto el cuello o me tiro de este tercer piso. Y si no me mato por lo menos quedo torcido o arrastrado. Y ahí sí que le va a tocar quedarse conmigo para siempre. Ya se lo dije y se lo he advertido muchas veces para que le quede en su conciencia. Nada mas ayer vi que empacó un par de zapatos. Se quería largar con su amante, me iba a dejar. También lo mato. Por eso la seguí hasta la estación, se subió al bus que iba para el norte. Claro, allá está la terminal de buses intermunicipales. La llamé todo el día y me juró que estaba trabajando. Hasta fotos me envió. Y de los zapatos. Primero con los tacones y después con los tenis. Disque para estar descansada. Yo no le creo. Se quería largar, pero se arrepintió.
Hoy es domingo, se murieron muchos ayer y debo escribir varios obituarios. Seguro los abandonaron como a mí. Por feo y mal oliente. No tengo culpa en detestar los desodorantes, pero uso el limón de vez en cuando. Ya terminé el epitafio. Este me sirve también para cuando muera. Porque si me abandona me mato. Y si me muero me quedo penando, meto la mano entre las sábanas y le halo las patas todas las noches para que entienda que yo soy para siempre.
Ella es hermosa y por eso la persiguen. No entiendo por qué me eligió si tengo la nariz doblada y siempre visto de gris. Deber ser porque escribo. Pero ya no escribo. Hasta el perro me dejó. Seguro que ella lo envió primero para que le quedara más fácil la huida. Si vuelvo a ver al perro lo mato.
Ahora está en la cocina, me mira y sonríe. Está sospechosa. Ya tengo listo mi epitafio. Cuatrocientas palabras para que le duela leerlas cuando me muera. Está bien pintorreteada, tiene los tenis. Me vuelve a mirar. Se va a largar.
—Ya vengo voy a super —dice sin titubear.
La sigo sin que ella se dé cuenta por la acera que va camino al super. Una sombra la acompaña. Meto la mano en el bolsillo y no sé de dónde ha salido una cuchilla. Maldita cuchilla. Bendita cuchilla. Siento que su sombra me mira y me dice adiós. Me cortaré las venas. Y cuando muera le paso la cuchilla por el cuello, a ella y a la sombra.
Han pasado mas de quince minutos y aun no sale del super. Seguro ya se ha ido. Es la hora. Mi hora. La cuchilla encandila mi mirada con el ultimo resplandor de la tarde. Será este andén el que deje correr mi sangre hasta sus tenis. Esta noche le halo las patas y le leo mi epitafio. Cuatrocientas palabras sin parar.
La veo salir con las compras. Guardo la cuchilla. Hoy no será.