Ojo por ojo

Todo empezó con mi ojo, el derecho. Yo no creía en maldiciones, pero cuando mi ojo adquirió vida propia empecé a dudar. ¡Esa maldita bruja! ¿Acaso era posible que me maldijera tan solo por espiar a su miserable hija?

Con el pasar de los días mi ojo se volvió terco. Giraba y bailaba en la cuenca como pretendiendo huir de su cárcel. Una noche desperté gritando de dolor. Corrí al baño, me detuve frente al espejo y vi que el ojo se desorbitaba con violencia. Intentaba arrancarse. Lágrimas de sangre se derramaron, y lo único que se me ocurrió fue tapar el ojo con una venda que amarré rodeando mi cabeza. Pero el dolor se intensificaba e irradiaba por las sienes, por la frente. Me mareaba y afectaba mi visión.

Dejé la venda en mi cabeza durante dos días. No quise ir al médico. ¿Qué podía decirle?: —¡Doctor, mi ojo derecho desea escapar porque una bruja me maldijo! Nunca lo creería. Busqué a la mujer en el cuchitril donde vivía con su hija, pero un cartel anunciaba que estaba en venta. Perdí su rastro.

Regresé embotado, ávido de venganza, desesperado. El lado derecho del rostro me ardía como si el fuego me calcinara desde adentro. Fui al espejo del baño y retiré la venda. Las tripas se me revolvieron cuando vi ese lado del rostro. Estaba invadido de venas negras que se abrían como heridas de navaja y exponían decenas de larvas ensortijadas, revolcándose entre la viscosidad de un pus verdoso. Pude verlo a pesar de una estela que opacaba mi visión. Un olor fétido onduló hacia mis fosas nasales. ¡Me estaba pudriendo!

Abrí el botiquín y saqué una botella de alcohol. Mis manos temblaron, pero giré la tapa de la botella y regué el líquido en mi rostro. Los alaridos que arrojé se expandieron como el viento por todos los corredores oscuros de mi casa. Un grito se remontaba sobre el otro, pero aquello era insuficiente para demostrar o mitigar el desgarro que se apoderó de mí. Con la visión aún más borrosa, me asomé de nuevo al espejo y la piel sanguinolenta bombeaba el pus verdoso y se inflamaba con llagas que no cesaban de crecer. Los gusanos cayeron en el lavabo, uno tras otro, sin querer morir. 

Yo no lograba respirar bien. La saliva escapó de mi boca. La imagen del espejo reflejaba un monstruo que se asomaba, deformado y putrefacto. Las heridas abiertas estaban llegando a mis labios, así que me propuse eliminar la fuente de la maldición. Abrí la gaveta al lado del espejo y entre lágrimas agarré unas tijeras. Enseguida, con la mayor fuerza de mi puño, clavé la punta en el maldito ojo una, y otra, y otra vez, salpicando el espejo del verde pus revuelto con sangre. Caí en el suelo, respirando agitado tras los gritos. Agotado, empecé a desvanecerme, pero antes de perder la consciencia me acosó un nuevo horror: mi ojo izquierdo danzaba en su cuenca como pretendiendo huir de su cárcel. Ahora, su turno había llegado…» 

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