Habitaciones Vacías
Cuando era niña mi madre trabajaba en el hospital de Las Mercedes, era enfermera. Recuerdo que a veces, si ella no encontraba a alguien que pudiera cuidarme, me quedaba aquí en una de las tantas habitaciones al final de un largo e interminable pasillo. Dormía, mientras mamá velaba lo que a veces parecía el sueño eterno de los pacientes del ala de oncología. 40 años después de la muerte de la mujer que me trajo aquí, siempre que paso por el frente de este hospital no puedo evitar recordar mi niñez, llena de adultos quejumbrosos, cuyos alaridos de dolor eran tan profundos que sabías que se les había escapado su último aire.
Las Mercedes era prospero, nuevo y concurrido, en sus inicios; sin embargo, aquí ha habitado siempre la zozobra, que al principio era un presentimiento, un aire que pesaba, un latido que dolía, y en 1847, una tarde de verano, eso tan imperceptible, tomó forma a través de un grupo de enfermeras, entre ellas, Anna, mi madre, que como poseídas por ese aire y ese latido, bisturís y sierras en mano acabaron con la vida de todos los pacientes de oncología y luego, como una expiación a sus pecados o como una forma de acompañar en su viaje a los recién asesinados, decidieron arrancarse de adentro sus propias entrañas.
Desde entonces, el hospital pasó a llamarse Las Mercenarias, desde las voces del pueblo. Nadie quería venir aquí y lo que empezó siendo tan admirado y útil, se convirtió en una sombra, en un fantasma, cuya sábana jamás pudo deshacerse de la mancha de ese siniestro. Terminaron abandonándolo porque ya no había a quién salvar, la gente prefería morir en la calle, antes que ser ingresada por esta amplia puerta en forma de bóveda.
Llevo cinco meses y veintidós días colándome por una de las ventanas del primer piso para recorrer el lugar de principio a fin, me parece ver a mi mamá junto a mí y sentir sus huesudas manos asiendo mis brazos mientras camino, primero lento y después más rápido. Todo empieza en las escaleras, con unas barandas llenas de óxido. Me vienen a la mente los recuerdos de las manos de los ancianos que constantemente subían y bajaban, su sudor, el de la muerte, tal vez produjo este efecto de herrumbre.
Recorro estas escaleras mientras la hierba que crece a los lados me abraza como una serpiente a punto de engullirme y la lama del piso me hace perder el equilibrio más de una vez. Llego a la ventana, hay un vidrio roto y me cuelo por ahí.
En el primer piso, en la recepción hay un ramo de rosas marchitas, del que emanan moscas, asciendo presurosamente a la planta 11 mientras el murmullo de la gente que trabaja aquí me persigue, no se calla, me señala como la hija de una asesina, la pobre huérfana. Sus risas me perturban, al punto de que tengo que cubrir mis oídos. Subí 114 escalones en lo que pareció un abrir y cerrar de ojos. El piso con apliques cuadrados en las plantas 7 y 9 todavía conserva salpicaduras de sangre, del último asesinato perpetrado aquí…vuelven los viejos apoyándose en las paredes, dando tumbos, con sus manos manchadas que presionaban el abdomen, el cuello, las piernas… Corro, pero en la dirección equivocada y cuando siento que me falta el aire, entro por la última puerta del pasillo. Al frente, solo puedo ver un esqueleto sentado en una silla, junto a él, una sierra, y sobre la mesa, las vísceras disecas de lo que parecía ser su último paciente. Mi mente se detiene, me cuesta respirar, mis pulmones van a estallar, me arden las vías respiratorias, la puerta no se abre, tantos días viniendo aquí, evitando esta ala… me dejo caer, mis manos son las de los ancianos, me invade un sudor frio que cae por mis falanges, que llueve a chorros. No puedo llorar…
—Katherin, al fin has venido, ahora es tu turno.