Abigail

Todo empieza con mi ojo, el derecho. Mirarme al espejo me hizo darme cuenta de que no era normal verlo de esa manera: la perfecta coloración azul, la forma bella de las pestañas, la ceja dibujada con esmero. En algo me fastidia, es una burla a los ojos que tenía antes. 

Lo mismo me viene pasando ahora con mis manos. No sé por qué, pero en mis sueños veo manos que huelen, que tocan, que viven. Ahora son casi de porcelana, en medio de este palacio de muñecas en donde vivo, con sus paredes blancas, sus olores a perfume, la luz calculada para que mi cuerpo esté calentito y nunca me queme.

Me di cuenta que mi cabello es perfecto. Nunca tiene pelos sueltos, como en los comerciales de acondicionador y champú que muestran para las pobres mujeres deformes de afuera. No son como yo. Mi corazón siente lástima por ellas, de sus fealdades, de ser monstruos que sólo aspiran a ser bellas con maquillaje. No como yo, que soy lo mejor de todas. Yo soy perfecta, increíble, aunque este ojo derecho me enferme un poco.

Ayer Javier vino a cenar. Se queda siempre embobado mirándome hasta que papá le tiene que poner un tema, y lo hace hablar de dinero, de negocios, de sus viajes. Recuerdo viajes de todos los rincones del planeta, sabores deliciosos, siento que mis pies han ido y venido por miles de suelos que me cuentan historias. A veces, cuando ellos siguen bebiendo, me voy a la sala, cruzo mis piernas y me acaricio estos pequeños pies de princesa decorados con uñas de nácar que me parecen un sueño. Javier trata de mirarme, pero le debe responder a papá. Cuando nos casemos haré que me lleve a la nieve y veré estas pequeñas venas rojas ponerse azules por el frío. El otro día Papá me regañó porque me puse un hielo en mis pies para recordar la sensación de frío, me dijo que era una irrespetuosa por no cuidarlos.

También me regañó cuando encontré una araña en el baño y, cuando trató de huir, le corté las patas. Se asustó. ¡Pero era mi araña! Mientras la masticaba y la comía, se puso peor. No porque no me hubiera visto haciendo esto antes, sino porque la pobre araña era la tarántula que se había escapado de su dueño, el niño del apartamento de al lado. Sólo tenía un poco de pelo en la panza, pero tenía buen sabor. 

El ojo me terminó por molestar porque me di cuenta de que no es del color de mi ojo izquierdo. Cuando papá me encontró con el ojo en mi mano, después de cortarlo con cuidado, se enfureció. Sus palabras fueron feas. 

—¿Crees que conseguir y sacar un ojo del mismo color es fácil? Estamos empezando a despertar sospechas. Voy a guardar todos los cuchillos de la casa antes que vuelvas a despedazarte tú misma y tenga que volver a revivirte, ¡mocosa rebelde!

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